Puedo, al fin, darme cuenta de que ese sentimiento de agonía no es nada más que el amor propio haciendo de las suyas. Pensar que como ser humano no puedo pecar y que si lo hago Dios no me perdonará es la máxima expresión de soberbia. El temor al pecado era paralizante y vivía a medias. Asustada por todo y por todos. Encontraba pecado aquí y allá, dicho de otra manera, todo era pecado. Dios sabe que somos seres humanos y que como tales no somos perfectos. Pretender ser santa, como solo Dios lo es, es una fantasía y nada más.
Cuando me encontraba en aquella situación lo que venía a mi mente era abandonar la Iglesia. Era una tortura seguir asistiendo a la Misa porque en mi estado de enfermedad espiritual sólo escuchaba palabras de condenación. La humildad era un término que no conocía porque mi amor propio y mi gran soberbia hacían que la confundiera con miseria, llanto y sufrimiento. Mientras más sufría más humilde pensaba ser. Padecí todo eso y lo peor del caso es que me consideraba inocente y, para colmo, víctima del demonio y del mismo Dios. Haber sobrevivido a todo aquello es una muestra de que Dios Padre siempre estuvo a mi lado. Allí estuvo Él en el confesionario, en la comunión, en mis caídas y en mis regresos al camino. La Santísima Trinidad es fiel, no me abandonó y no me abandonará nunca.
Gozar de la tranquilidad que surge de saber que sí es bueno el llamado ¨dolor de corazón¨ pero sin torturarnos por nuestras faltas; sino, más bien, arrepentirnos y volver a empezar en cuanto podamos, es el mayor regalo que Dios nos pueda dar. La vida es distinta así, es más serena y optimista. La fe, la esperanza y la caridad no parecen algo lejano sino una nueva ocupación que no se acaba nunca.