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miércoles, 10 de agosto de 2011

De todo, filosofia.


San Justino,  La verdadera sabiduría (Diálogo con Trifón, 1-8)
Una mañana que paseaba bajo los porches del gimnasio, se cruzó conmigo cierto sujeto:
—¡Salud, filósofo!, me dijo.
Y a la vez que saludaba, se dio la vuelta y se puso a pasear a mi lado, y con él también sus amigos. Yo le devolví el saludo:
—¿Qué ocurre?, le contesté.
—Me enseñó en Argos Corinto el socrático—respondió—que no se debe descuidar a los que visten hábito como el tuyo, sino, ante todo, mostrarles estima y buscar conversación con el fin de sacar algún provecho, pues, aun en el caso de que saliese beneficiado sólo uno de los dos, ya sería un bien para ambos. Por eso, siempre que veo a alguien con este hábito, me acerco a él con gusto. También los que me acompañan esperan oír de ti algo de provecho...
—¿Y quién eres tú, oh el mejor de los mortales?, le repliqué, bromeando un poco.
Entonces me indicó, sencillamente, su nombre y su raza:
—Mi nombre es Trifón, y soy hebreo de la circuncisión que, huyendo de la guerra recientemente finalizada, vivo en Grecia, la mayor parte del tiempo en Corinto.
—¿Y cómo—le respondí—puedes sacar más provecho de la filosofía que de tu propio legislador y de los profetas?
—¿No tratan de Dios—me replicó—los filósofos en todos sus discursos y no versan sus disputas sobre su unicidad y providencia? ¿Y no es objeto de la filosofía investigar acerca de Dios?
—Ciertamente—le dije—, y ésa es también mi opinión; pero la mayoría de los filósofos ni se plantean siquiera el problema de si hay un solo Dios o muchos, ni si tiene o no providencia de cada uno de nosotros, pues opinan que semejante conocimiento no contribuye para nada a nuestra felicidad (...).
Entonces él, sonriendo, dijo cortésmente:
—Y tú ¿qué opinas de esto, qué piensas de Dios y cuál es tu filosofía?
—Te diré lo que me parece claro, respondí. La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes y el más precioso ante Dios, a quien nos conduce y recomienda 1. Y santos, en verdad, son aquellos que a la filosofía consagran su inteligencia. Sin embargo, qué es en realidad y por qué fue enviada a los hombres, es algo que escapa a la mayoría de la gente; pues siendo una ciencia única, no habría platónicos, ni estoicos, ni peripatéticos, ni teóricos, ni pitagóricos (...).
(Al llegar a este punto, Justino explica a sus interlocutores cómo fue pasando por diversas escuelas filosóficas en busca de la sabiduría, pero ninguna le satisfizo).
Con esta disposición de ánimo, determiné un día refugiarme en la soledad y evitar todo contacto con los hombres. Me dirigí a cierto paraje, no lejos del mar. Cerca ya del lugar, me seguía a poca distancia un anciano de aspecto venerable. Me di la vuelta y clavé los ojos en él.
—¿Es que me conoces?, preguntó.   Contesté que no.
—Entonces, ¿por qué me miras de esa manera?
—Estoy maravillado—dije—de que hayas venido a parar a este mismo lugar, donde no esperaba encontrar a hombre alguno.
—Ando preocupado—repuso él—por unos parientes míos que están de viaje. He venido a mirar si aparecen por alguna parte. Y a ti—concluyó—¿qué te trae por acá?
—Me gusta—le dije—pasar así el rato: puedo conversar conmigo mismo sin estorbo. Para quien ama la meditación no hay parajes tan propios como éstos.
—Luego, ¿eres amigo de la idea y no de la acción y de la verdad? ¿Cómo no tratas de ser más bien un hombre práctico y no sofista?
—¿Y qué mayor bien hay—le repliqué—que demostrar cómo la idea lo dirige todo y, concebida en nosotros y dejándonos conducir por ella, contemplar el extravío de los demás y que en nada de sus ocupaciones hay algo sano y grato a Dios? Sin la filosofía y la recta razón no es posible que haya prudencia (...).
(El relato continúa con las más variadas preguntas del anciano acerca de la inmortalidad del alma, sus capacidades, la relación de las criaturas con Dios... Justino intenta responder, pero llega un momento en el que comprende que los filósofos no son capaces con la sola razón de dar cuenta de todos los interrogantes que se plantean los hombres.)
—Entonces—volví a replicar—, ¿a quién vamos a tomar por maestro o de donde podemos sacar provecho, si ni en éstos, como en Platón o en Pitágoras, se halla la verdad?
—Existieron hace mucho tiempo—me contestó el viejo—unos hombres más antiguos que todos éstos tenidos por filósofos; hombres bienaventurados, justos y amigos de Dios, que hablaron por inspiración divina; y divinamente inspirados predijeron el porvenir, lo que justamente se está cumpliendo ahora: son los llamados profetas.
Éstos son los que vieron y anunciaron la verdad a los hombres, sin temer ni adular a nadie, sin dejarse vencer de la vanagloria; sino, que llenos del Espíritu Santo, sólo dijeron lo que vieron y oyeron. Sus escritos se conservan todavía y quien los lea y les preste fe, puede sacar el más grande provecho en las cuestiones de los principios y fin de las cosas y, en general, sobre aquello que un filósofo debe saber.
No compusieron jamás sus discursos con demostración, ya que fueron testigos fidedignos de la verdad por encima de toda demostración. Por lo demás, los sucesos pasados y actuales nos obligan a adherirnos a sus palabras. También por los milagros que hacían es justo creerles, pues por ellos glorificaban a Dios Hacedor y Padre del Universo, y anunciaban a Cristo Hijo suyo, que de Él procede. En cambio, los falsos profetas, llenos del espíritu embustero e impuro, no hicieron ni hacen caso, sino que se atreven a realizar ciertos prodigios para espantar a los hombres y glorificar a los espíritus del error y a los demonios.
Ante todo, por tu parte, ruega para que se te abran las puertas de la luz, pues estas cosas no son fáciles de ver y comprender por todos, sino a quien Dios y su Cristo concede comprenderlas.
Esto dijo y muchas otras cosas que no tengo por qué referir ahora. Se marchó y después de exhortarme a seguir sus consejos, no le volví a ver jamás. Sin embargo, inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que son amigos de Cristo y, reflexionando sobre los razonamientos del anciano, hallé que ésta sola es la filosofía segura y provechosa.
De este modo, y por estos motivos, yo soy filósofo, y quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran las doctrinas del Salvador. Pues hay en ellas un no sé qué de temible y son capaces de conmover a los que se apartan del recto camino, a la vez que, para quienes las meditan, se convierten en dulcísimo descanso.
Ahora bien, si tú también te preocupas algo de ti mismo y aspiras a tu salvación y tienes confianza en Dios, como a hombre que no es ajeno a estas cosas, te es posible alcanzar la felicidad, reconociendo a Cristo e iniciándote en sus misterios.
II
San Justino,   Las obras del cristiano (Apología 1, 3, 10, 12, 14-17)
Tenemos la obligación de dar ejemplo con nuestra vida y nuestra doctrina, no sea que hayamos de pagar nosotros el castigo de quienes parecen ignorar nuestra religión, y así pecaron por su ceguera. Pero también vosotros debéis oírnos y juzgar con rectitud porque, en adelante, estando instruidos, no tendréis excusa alguna ante Dios si no obráis justamente (...).
Consideramos de interés para todos los hombres que no se les impida aprender esta doctrina, sino que se les exhorte a ella, porque lo que no lograron las leyes humanas, ya lo hubiera realizado el Verbo divino si los malvados demonios no hubieran esparcido muchas e impías calumnias, tomando por aliada a la pasión que habita en cada uno, mala para todo, y multiforme por naturaleza: con esos crímenes nada tenemos que ver nosotros (...).
Vuestra mejor ayuda para el mantenimiento de la paz somos nosotros, pues profesamos doctrinas como la de que no es posible que un malhechor, un avaro o un conspirador, pasen inadvertidos a Dios—como tampoco pasa un hombre virtuoso—. Por el contrario, cada uno camina, según el mérito de sus acciones, hacia el castigo o hacia la salvación eterna. Si todos los hombres fuesen conscientes de esto, nadie escogería la maldad por un momento, sabiendo que así emprendía la marcha hacia su condena eterna en el fuego, sino que por todos los medios se contendría y se adornaría con las virtudes, para alcanzar los bienes de Dios y verse libre de la pena. Quienes, por miedo a las leyes y castigos decretados por vosotros, tratan de ocultarse al cometer sus crímenes, los cometen conscientes de que sois hombres, y que de vosotros es posible esconderse. Si supieran y estuvieran persuadidos de que nadie puede ocultar a Dios, no ya una acción, sino tampoco un pensamiento, al menos por el castigo que les amenaza, se moderarían (...).
 Los que antes nos complacíamos en la disolución, ahora sólo amamos la castidad; los que nos entregábamos a las artes mágicas, ahora nos hemos consagrado al Dios bueno e ingénito; los que amábamos por encima de todo el dinero y el beneficio de nuestros bienes, ahora, aun lo que tenemos lo ponemos en común, y de ello damos parte a todo el que está necesitado; los que nos odiábamos y matábamos, y no compartíamos el hogar con nadie de otra raza que la nuestra, por la diferencia de costumbres, ahora, después de la aparición de Cristo, vivimos juntos y rogamos por nuestros enemigos, y tratamos de persuadir a los que nos aborrecen injustamente para que, viviendo conforme a los preclaros consejos de Cristo, tengan la esperanza de alcanzar, junto con nosotros, los bienes de Dios, soberano de todas las cosas (...).
Sobre la castidad, (Cristo] dijo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón. Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno (Mt 5, 2829). Y el que se casa con una divorciada de otro marido, comete adulterio (Mt 5, 32) (...). Así, para nuestro Maestro, no sólo son pecadores los que contraen doble matrimonio conforme a la ley humana, sino también los que miran a una mujer para desearla. No sólo rechaza al que comete adulterio de hecho, sino también al que lo querría, pues ante Dios son patentes tanto las obras como los deseos. Entre nosotros hay muchos y muchas que, hechos discípulos de Cristo desde la niñez, permanecen incorruptos hasta los sesenta y los setenta años, y yo me glorío de que os los puedo mostrar de entre toda raza humana. Y esto, sin contar a la ingente muchedumbre de los que se han convertido después de una vida disoluta y han aprendido esta doctrina, pues Cristo no llamó a penitencia a los justos y a los castos, sino a los impíos, a los intemperantes y a los inicuos. Así lo dijo: no he venido a llamar a penitencia a los justos, sino a los pecadores (Lc 5, 32) (...).
Sus palabras sobre el ejercicio de la paciencia, y sobre el estar prontos a servir y ajenos a la ira, son éstas: a quien te golpee en una mejilla, preséntale la otra, y a quien quiera quitarte la túnica o el manto, no se lo impidas (Lc 6, 29). Mas quienquiera que se irrite, es reo del fuego (Mt 5 22) A quien te contrate para una milla, acompáñale dos (Mt 5, 41). Brillen, pues, vuestras obras delante de los hombres, para que viéndolas admiren a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). No debemos, pues, ofrecer resistencia. Él no quiere que seamos imitadores de los malvados, sino que nos exhortó a apartar a todos de la vergüenza y del deseo del mal por medio de la paciencia y la mansedumbre. Y esto lo podemos demostrar por muchos que han vivido entre vosotros, que dejaron sus hábitos de violencia y tiranía, y se convencieron, ora contemplando la constancia de vida de sus vecinos, ora considerando la extraña paciencia de sus compañeros de viaje al ser defraudados, ora poniendo a prueba a sus compañeros de negocio (...).
En cuanto a los tributos y contribuciones, nosotros antes que nadie procuramos pagarlos a quienes vosotros habéis designado para ello en todas partes: así se nos enseñó. Cuando se le acercaron algunos para preguntarle si había que pagar el tributo al César, Él respondió: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: Del César. Entonces les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 20-21). Por eso, sólo adoramos a Dios, pero en todo lo demás os servimos a vosotros con gusto, reconociendo que sois emperadores y gobernantes de los hombres y rogando que, junto con el poder imperial, se advierta que también sois hombres de prudente juicio.
III
San Justino,  Como los Apóstoles nos enseñaron (Apología 1, 65-67)
Después de ser lavado de ese modo, y adherirse a nosotros quien ha creído 2, le llevamos a los que se llaman hermanos, para rezar juntos por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado, y por los demás esparcidos en todo el mundo. Suplicamos que, puesto que hemos conocido la verdad, seamos en nuestras obras hombres de buena conducta, cumplidores de los mandamientos, y así alcancemos la salvación eterna.
Terminadas las oraciones, nos damos el ósculo de la paz. Luego, se ofrece pan y un vaso de agua y vino a quien hace cabeza, que los toma, y da alabanza y gloria al Padre del universo, en nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo. Después pronuncia una larga acción de gracias por habernos concedido los dones que de Él nos vienen. Y cuando ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén, que en hebreo quiere decir así sea. Cuando el primero ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que llamamos diáconos dan a cada asistente parte del pan y del vino con agua sobre los que se pronunció la acción de gracias, y también lo llevan a los ausentes.
A este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no los tomamos como pan o bebida comunes, sino que, así como Jesucristo, Nuestro Salvador, se encarnó por virtud del Verbo de Dios para nuestra salvación, del mismo modo nos han enseñado que esta comida—de la cual se alimentan nuestra carne y nuestra sangre—es la Carne y la Sangre del mismo Jesús encarnado, pues en esos alimentos se ha realizado el prodigio mediante la oración que contiene las palabras del mismo Cristo. Los Apóstoles—en sus comentarios, que se llaman Evangelios—nos transmitieron que así se lo ordenó Jesús cuando, tomó el pan y, dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía; esto es mi Cuerpo. Y de la misma manera, tomando el cáliz dio gracias y dijo: ésta es mi Sangre. Y sólo a ellos lo entregó (...).
Nosotros, en cambio, después de esta iniciación, recordamos estas cosas constantemente entre nosotros. Los que tenemos, socorremos a todos los necesitados y nos asistimos siempre los unos a los otros. Por todo lo que comemos, bendecimos siempre al Hacedor del universo a través de su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo.
El día que se llama del sol [el domingo], se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina, el que hace cabeza nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos ejemplos. Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua como ya dijimos, y el que preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes por medio de los diáconos.
Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que se recoge se entrega al que hace cabeza para que socorra con ello a huérfanos y viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los encarcelados, a los forasteros que están de paso: en resumen, se le constituye en proveedor para quien se halle en la necesidad. Celebramos esta reunión general el día del sol, por ser el primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo; y también porque es el día en que Jesucristo, Nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos; pues hay que saber que le entregaron en el día anterior al de Saturno [sábado], y en el siguiente—que es el día del sol—, apareciéndose a sus Apóstoles y discípulos, nos enseñó esta misma doctrina que exponemos a vuestro examen.
Textos de Tertuliano
La tradición apostólica, regla de fe. TRADICION/REGLA-FE
Jesucristo mientras vivía en la tierra declaraba lo que él era, lo que había sido, cuál era la voluntad del Padre que él ejecutaba, qué deberes prescribía al hombre; y todo esto, ya abiertamente al pueblo, ya a sus discípulos aparte, de entre los cuales había escogido a doce principales para tenerlos junto a sí, destinados a ser los maestros de las naciones. Y así, habiendo hecho defección uno de ellos, cuando después de su resurrección partía hacia el Padre mandó a los once restantes que partieran y enseñaran a las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y al punto los apóstoles -—palabra que significa Enviados»— ...recibieron la fuerza del Espíritu Santo que les había sido prometida para hacer milagros y para hablar. Y en primer lugar anunciaron por la Judea la fe en Jesucristo e instituyeron Iglesias, y luego marcharon por todo el orbe y predicaron la enseñanza de la misma fe a las naciones. Así fundaron Iglesias en cada una de las ciudades, y de éstas las demás Iglesias tomaron luego el retoño de la fe y la semilla de la doctrina, como lo siguen haciendo todos los días para ser constituidas como Iglesias. Por esta razón éstas se tenían también por Iglesias apostólicas, puesto que eran como retoños de las Iglesias apostólicas. A todo linaje se le atribuyen las características de su origen. Y así todas estas Iglesias, tan numerosas y tan importantes, se reducen a aquella primera Iglesia de los apóstoles, de la que todas provienen. Todas son primitivas; todas son apostólicas, puesto que todas son una. Prueba de esta unidad es la intercomunicación de la paz y del nombre de hermanos, así como de las garantías de la hospitalidad...
Aquí fundamos nuestro argumento de prescripción: Si el Señor Jesús envió a los apóstoles a predicar, no hay que recibir otros predicadores fuera de los que Cristo determinó, puesto que «nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a quien el Hijo lo revelare» (Mt 28, 19), ni parece que el Hijo lo revelase a otros fuera de los apóstoles, a quienes envió a predicar precisamente lo que les había revelado. ¿Qué es lo que predicaron, es decir, qué es lo que Cristo les reveló? Mi presupuesto de prescripción es que esto no se puede esclarecer si no es recurriendo a las mismas Iglesias que los apóstoles fundaron y en las que ellos predicaron «de viva voz», como se dice, lo mismo que más tarde escribieron por cartas. Si esto es así, es evidente que toda doctrina que esté de acuerdo con la de aquellas Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser considerada como verdadera, ya que claramente contiene lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles, como éstos la recibieron de Cristo y Cristo de Dios. Al contrario, cualquier doctrina ha de ser juzgada a priori como proveniente de la falsedad, si contradice a la verdad de las Iglesias de los apóstoles, de Cristo y de Dios. Sólo nos queda, pues, demostrar que nuestra doctrina, cuya regla hemos formulado anteriormente, procede de la tradición de los apóstoles, mientras que por este mismo hecho las otras provienen de la falsedad. Nosotros estamos en comunión con las Iglesias apostólicas, ya que nuestra doctrina en nada difiere de la de aquéllos. Este es el criterio de la verdad.
...Suelen objetarnos que los apóstoles no tuvieron conocimiento de todo; luego, agitados por la misma locura con que todo lo vuelven al revés, dicen que efectivamente los apóstoles tuvieron conocimiento de todo, pero no lo enseñaron todo a todos. En uno y otro caso atacan al mismo Cristo, quien hubiera enviado a unos apóstoles o mal instruidos o poco sinceros. Porque, ¿quién estando en sus cabales puede creer que ignorasen algo aquellos a quienes el Señor puso como maestros, todos los cuales fueron sus compañeros, sus discípulos, sus íntimos? A ellos les explicaba por separado todas las cosas oscuras; a ellos les dijo que les estaba dado conocer los secretos que el vulgo no podia comprender. ¿Ignoró algo Pedro, a quien llamó Piedra sobre la que había de edificarse la Iglesia, quien obtuvo las llaves del reino de los cielos y el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra? ¿Ignoró algo Juan, el muy amado del Señor, el que descansó sobre su pecho, el único a quien el Señor descubrió que Judas sería el traidor, el que fue dado a María como hijo en su propio lugar? ¿Qué podia querer que ignorasen aquellos a quienes mostró hasta su propia gloria, con Moisés y Elías, y hasta la voz del Padre desde el cielo? Y con ello no hacía ofensa a los demás apóstoles, sino que atendía a que <
...Con una locura semejante, como dijimos, confiesan que efectivamente los apóstoles no ignoraban nada, ni predicaban cosas distintas unos de otros, pero no admiten que ellos revelasen a todos todas las cosas, sino que algunas las anunciaban en público y para todo el mundo, y otras en privado y para pocos. Aducen las palabras que dirigió Pablo a Timoteo (I Tim 6, 20): <
...Era natural que al confiarle a Timoteo la administración del Evangelio, añadiera que no lo hiciera de cualquier manera y sin prudencia, según la palabra del Señor de «no echar las piedras preciosas a los puercos, ni las cosas santas a los perros» (cf. Mt 7, 6). El Señor enseñó en público, sin ninguna alusión a secreto misterioso alguno. Él mismo les mandó que lo que hubieran oído de noche y en lo oculto, lo predicasen a pleno día y desde los tejados. Mediante una parábola les daba a entender que ni siquiera una mina, es decir, una de sus palabras, tenían que guardar en un escondite sin dar fruto alguno. Él mismo les enseñaba que no se solía ocultar una lámpara bajo un celemín, sino que se ponía sobre un candelabro, para que brille «para todos los que están en la casa» (Mt 5, 15). Todo esto, los apóstoles o lo habrían despreciado, o no lo habrían entendido, si no lo cumplieron, ocultando algo de la luz que es la palabra de Dios y el misterio de Cristo... 4
No basta la Escritura como garantía de verdad: se requiere la fe de la Iglesia que la interpreta.
Es evidente que toda doctrina que esté de acuerdo con la de aquellas Iglesias apostólicas, madres y fuentes de la fe, debe ser considerada como verdadera, ya que claramente contiene lo que las Iglesias han recibido de los apóstoles, como éstos la recibieron de Cristo y Cristo de Dios. Al contrario, cualquier doctrina ha de ser juzgada a priori como proveniente de la falsedad, si contradice a la verdad de las Iglesias de los apóstoles, de Cristo y de Dios. Sólo nos queda, pues, demostrar que nuestra doctrina, cuya regla hemos formulado anteriormente, procede de la tradición de los apóstoles, mientras, que por este mismo hecho las otras provienen de la falsedad. Nosotros estamos en comunión con las Iglesias apostólicas, ya que nuestra doctrina en nada difiere de la de aquellas. Este es el criterio de la verdad 5.
La regla de la verdad es la tradición antigua.
Habrá que considerar como herejía lo que se ha introducido con posterioridad, y habrá que tener por verdad lo que ha sido transmitido desde el principio por la tradición. Pero otra obra asentará contra los herejes esta tesis, por la que, aun sin discutir sus doctrinas, habrá que convencerles de ser tales a causa de la «prescripción de novedad» 6.
La apelación no ha de ser a la Escritura; no hay que llevar la lucha a un terreno en el que la victoria sea ambigua, incierta o insegura. Aunque la confrontación de textos no tuviera por resultado poner en un mismo plano los dos partidos combatientes, todavía según requiere la naturaleza de las cosas, habría que proponerse antes la única cuestión que ahora pretendemos dilucidar, a saber, a quién hay que atribuir la fe misma, la fe a la que dicen relación las Escrituras. Por quién, mediante quién, cuándo y a quién ha sido dada la doctrina que nos ha hecho cristianos. Dondequiera que aparezca que reside la verdad de la enseñanza y de la fe cristiana, allí estarán las verdaderas Escrituras, las verdaderas interpretaciones de todas las que verdaderamente son tradiciones cristianas 7.
El Espíritu Santo, garantía de la tradición de la Iglesia.
Concedamos que todas las Iglesias hayan caído en el error; que el mismo Apóstol se haya equivocado al dar testimonio en favor de algunas. El Espíritu Santo no ha tenido cuidado de ninguna a fin de conducirla a la verdad, aunque para esto había sido enviado por Cristo, para esto había sido pedido al Padre, para que fuera doctor de la verdad. No ha cumplido su deber el mayordomo de Dios, el vicario de Cristo, sino que ha dejado que las Iglesias entiendan a veces otra cosa y crean otra cosa que lo que él mismo predicaba por medio de los apóstoles. ¿Es verosímil realmente que tantas y tan importantes Iglesias hayan andado por el camino del error para encontrarse finalmente en una misma fe? Muchos sucesos independientes no llevan a un resultado único. El error doctrinal de las Iglesias debiera haber llevado a la diversificación. Pero sea lo que fuere, cuando entre muchos se aprecia unanimidad, ésta no viene del error, sino de la tradición. ¿Quién tendrá la audacia de decir que se equivocaron los autores de esta tradición? 8
El criterio de antigüedad combinado con el de apostolicidad.
Así pues, si quieres ejercitar mejor tu curiosidad en lo que toca a tu salvación, recorre las Iglesias apostólicas en las que todavía en los mismos lugares tienen autoridad las mismas cátedras de los apóstoles. En ellas se leen todavía las cartas auténticas de ellos, y en ellas resuena su voz y se conserva el recuerdo de su figura. Si vives en las cercanías de Acaya, tienes Corinto. Si no estás lejos de Macedonia, tienes Filipos. Si puedes acercarte al Asia, tienes Efeso. Si estás en los confines de Italia, tienes Roma, cuya autoridad también a nosotros nos apoya. Cuán dichosa es esta Iglesia, en la que los apóstoles derramaron toda su doctrina juntamente con su sangre, donde Pedro sufrió una pasión semejante a la del Señor, donde Pablo fue coronado con un martirio semejante al de Juan (Bautista), donde el apóstol Juan fue sumergido en aceite ardiente sin sufrir daño alguno, para ser luego relegado a una isla. Veamos lo que esta Iglesia aprendió; veamos lo que enseñó. Y con ella las Iglesias de Africa que le están vinculadas (ecclesiis contesseratis). Ella reconoce a un solo Dios y Señor, creador de todo, y a Cristo Jesús, nacido de la virgen María, hijo del Dios creador; reconoce la resurrección de la carne, asocia la ley y los profetas con los escritos evangélicos y apostólicos: aquí es donde va a beber su fe: la fe que sella con el agua, que viste con el Espíritu Santo, que alimenta con la Eucaristía. Ella exhorta al martirio, y no admite a nadie contrario a esta doctrina. Tal es la doctrina, no digo que ya prenunciaba las herejías futuras, pero sí de la que nacieron las herejías. Estas no forman parte de ella, puesto que surgieron en oposición a ella. También de un hueso de oliva suave, rica y comestible, nace un acebuche. También de las pepitas de higos deliciosos y dulcísimos nace el vacío e inútil cabrahígo. Así las herejías han nacido de nuestro troncos pero no son de nuestra raza; han nacido de la semilla de la verdad, pero con la bastardía de la mentira.
Siendo así que la verdad ha de declararse a nuestro favor, a saber, de todos los que profesamos aquella regla que la Iglesia recibió de los apóstoles, éstos de Cristo, y Cristo de Dios, es evidente que nuestro intento es razonable cuarido proponemos que no se ha de permitir a los herejes que apelen a las Escrituras, ya que probamos sin recurrir a las Escrituras que ellos no tienen nada que ver con las Escrituras. Si son herejes, no pueden ser cristianos, ya que no han recibido de Cristo lo que ellos se han escogido por propia elección al admitir el nombre de herejes. No siendo cristianos, no tienen derecho alguno sobre los escritos cristianos. Con razón se les ha de decir: ¿Quiénes sois? ¿Cuándo llegasteis, y de dónde? ¿Qué hacéis en mi terreno, no siendo de los míos? ¿Con qué derecho, Marción, cortas leña en mi bosque? ¿Con qué permiso, Valentín, desvías el agua de mis fuentes? ¿Con qué poderes, Apeles, mueves mis mojones?... Esta posesión es mia; posesión antigua y anterior a vosotros. Tengo unos origenes firmes, desde los mismos fundadores de la doctrina... 9.
El criterio de antigüedad de la verdad.
Volvamos a nuestra discusión acerca del principio de que lo más originario es lo verdadero, y lo posterior es lo falso. Tenemos en su favor aquella parábola de la buena semilla que fue sembrada por el Señor primero, y a la que el diablo enemigo añadió después la mezcla impura de la cizaña que es hierba estéril. Adecuadamente representa la parábola la diversidad de las doctrinas: porque también en otros pasajes la semilla es imagen de la palabra de Dios, y así la misma sucesión temporal manifiesta que viene del Señor y es verdadero lo que ha sido depositado en primer lugar, mientras que lo que ha sido introducido después es extraño y falso. Este principio permanece válido contra cualesquiera herejías posteriores, las cuales no tienen conciencia alguna de su continuidad como argumento de su verdad.
Por lo demás, si algunas tienen la audacia de remontarse hasta la edad apostólica, a fin de parecer transmitidas por los apóstoles por el hecho de haber existido en la época de los apóstoles, les podemos replicar: Que nos muestren los orígenes de sus Iglesias; que nos desarrollen las listas de sus obispos en el orden sucesorio desde los comienzas, de suerte que el primer obispo que presenten como su autor y padre sea alguno de los apóstoles o de los varones apostólicos que haya perseverado en unión con los apóstoles. En esta forma, solo las iglesias apostólicas pueden presentar sus listas, como la de Esmirna, que afirma que Policarpo fue instituido por Juan, y la de Roma, que afirma que Clemente fue ordenado por Pedro. De la misma manera las demás Iglesias muestran a aquellos a quienes los apóstoles constituyeron en el episcopado y son sus rebrotes de la semilla apostólica. Que los herejes inventen algo semejante, ya que nada les es ilícito, una vez que se han puesto a blasfemar. Pero aunque lo inventen, nada conseguirán, puesto que su misma doctrina, al ser comparada con la de los apóstoles, declarará por su contenido distinto y aun contrario que no tuvo como autor a ningún apóstol ni a ningún varón apostólico. Porque, así como los apóstoles no enseñaron cosas diversas entre sí, así los varones apostólicos no enseñaron cosas contrarias a las de los apóstoles; a no ser que se admita que una cosa aprendieron de los apóstoles, y otra predicaron. Con tal forma de argumento les atacarán aquellas Iglesias que, aunque no presentan como fundador suyo a ninguno de los apóstoles o de los varones apostólicos, puesto que son muy posteriores y aun todos los días siguen siendo fundadas, sin embargo, por la comunión con aquella misma fe se consideran como no menos apostólicas en virtud de la consanguinidad doctrinal. Así pues, que todas las herejías, llamadas a juicio por nuestras Iglesias bajo una u otra de estas formas, prueben que son apostólicas por alguna de ellas. Pero está claro que no lo son, y que no pueden probar ser lo que no son, y que no son admitidas a la paz y a la comunión con las Iglesias que de cualquier manera son apostólicas, ya que por la diversidad de sus misterios (ab diversitatem sacramenti) de ninguna manera son apostólicas 10
La regla de la antigüedad y la tradición, contra Marción.
Siendo cosa clara que es más verdadero lo que es más antiguo, y es más antiguo lo que viene de los comienzos, y viene de los comienzos lo que viene de los apóstoles, será igualmente claro que fue transmitido por los apóstoles lo que es tenido por sacrosanto en las Iglesias de los apóstoles. Veamos cuál es la leche que los corintios bebieron del apóstol Pablo, según qué principios fueron reprendidos los gálatas, qué se escribió a los filipenses, a los tesalonicenses, a los efesios, qué es lo que los romanos oyen directamente, a los que tanto Pedro como Pablo les dejaron el Evangelio sellado con su propia sangre. Tenemos también las Iglesias que se alimentaron de Juan: porque, aunque Marción rechaza su Apocalipsis, si recorremos la sucesión de los obispos hasta su origen terminaremos en Juan, su autor. De la misma manera se puede reconocer la autenticidad de las demás Iglesias. Me refiero ya no sólo a las directamente apostólicas, sino a todas aquellas que están unidas con ellas por la comunión del sacramento: en ellas se encuentran el evangelio de Lucas desde que fue publicado, mientras que la mayoría ni siquiera conocen el de Marción. ¿No queda condenado por el solo hecho de que nadie lo conoce? Ciertamente Marción tiene Iglesias: las suyas, tan posteriores como adúlteras, ya que si uno recorre su lista sucesoria, se encontrará más fácilmente con un apóstata que con un apóstol, esto es, descubrirá que su fundador es Marción u otro de los del enjambre de Marción. Las avispas hacen también panales, y así hacen Iglesias los marcionistas. Es esta autoridad de las Iglesias apostólicas la que garantiza los demás evangelios que nos han llegado a través de ellas y según la interpretación de ellas, a saber, el de Juan, el de Mateo, y el que publicó Marcos —aunque se dice que es de Pedro, de quien Marcos era intérprete—y el que compuso Lucas, cuyo contenido se atribuye a Pablo... 11.
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1. TERTULIANO, Apologeticus, I, 1, 1ss.
2. TERTUL., Adv. Val. 3.
3. TERTUL., De Praescriptione, 7, 1 ss.
4. Ibid. 20-26.
5. Ibid. 21, 4-7.
6. TERTUL., Adversus Marcionem, 1, 1.
7. De Praescr. 19, 1-3.
8. Ibid, 28, 1-4.
9. Ibid. 36-37.
10. Ibid. 31-32.
11. Adv. Marc. 5, 1.

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