El demonio quiere que el
futuro sea solamente una repetición o prolongación del pasado; el cristiano
descubre que existe el Hoy en que pueda abrir la puerta de la fe para que Dios
escriba palabras nuevas en nuestras vidas.
El demonio luego quiere que todo
lo que nos rodea se vuelva norma que gobierna nuestro mundo interior, de modo
que seamos simplemente el resultado de las circunstancias; el cristiano
descubre que es necesario un filtro, que Catalina de Siena llama discreción y
Santo Tomas llama “sindéresis”, con el que es posible apreciar el tesoro que
uno lleva dentro y tener genuino dominio de sí mismo.
El demonio quiere, por
último, que todos nuestros deseos se conviertan en necesidades, de modo que
pasemos del impulso a la realización y seamos al final esclavos de nuestras
propias pasiones; el cristiano sabe no todo lo que desea es un verdad
necesario, y sobre todo sabe que los mejores deseos no son siempre los que
broten en mí porque hay Alguien, Dios, que me conoce mejor y me ama mejor de lo
que yo mismo pueda llegar a amarme.
Victorioso así sobre el
demonio, el cristiano experimenta la fuerza de la libertad que sólo Jesucristo
puede dar.