La
sociedad en que vivimos desconoce el inmenso poder de los símbolos. A través de
ellos, Dios se comunica con nosotros y nosotros nos acercamos a Él. El Bautismo
de Cristo evidencia que Dios se manifiesta en nosotros cuando aceptamos nacer
de nuevo del Agua y del Espíritu.
Juan el
Bautista se sorprende cuando Cristo le pide ser bautizado. ¿Quién era el para
bautizar al Hijo de Dios? ¿No debería ser al contrario? Parece que el
equilibrio de cielos y tierra se trastoca en ese momento para mostrar un nuevo
equilibrio, deseado por Dios.
He aquí que viene el Señor para ser bautizado. … Se le acerca como un
hombre cualquiera, pecador, inclinando la cabeza para ser bautizado de mano de
Juan. Éste, asombrado por esta humildad, intenta impedirlo, diciendo:
“Soy yo que tengo que ser bautizado por ti y ¿tú vienes a mí?”
Mira, hermano mío, ¡de cuántos bienes tan grandes hubiéramos sido
privados, si el Señor, cediendo a la petición de Juan, hubiera renunciado al
bautismo! Porque, hasta aquel momento nos estaban cerrados los cielos e
inaccesible el mundo de arriba... El Maestro ¿sólo recibió el bautismo?
Renovó al hombre viejo (cf Rm 6,6), le concedió la dignidad de hijo adoptivo.
Porque, al instante se abrieron los cielos. El mundo visible y el mundo
invisible se reconciliaron. El ejército del cielo fue transportado de alegría;
los enfermos de la tierra fueron curados. Los misterios secretos fueron
revelados. La hostilidad cedió el lugar a la amistad. (seguir leyendo)